martes, septiembre 11, 2007

¿Cómo es que he llegado a ser esto que soy?

Desde hace algún tiempo, la pregunta que sirve de título para ésta publicación me ha estado rondando la cabeza: es que de la respuesta y de la forma en que esté dada dependería la definición del sujeto que en ella se incluye y, sobre todo, algún atisbo de en lo que habrá de devenir en un futuro no muy lejano. Parecería que ésta misma afirmación se plantea como pesimista, incluso dogmática. Sin embargo, pienso que si se reflexiona detenidamente acerca de la pregunta, no podemos escapar de poder decir, en más o menos palabras: “soy lo que he sido”, es decir, dar una respuesta que hace sentir su efecto de dictamen generalizado, pero que todavía necesitaría ser desglosada.

También quisiera agregar que, dado que la única forma de poder dar una respuesta que pudiera alcanzar un grado o matiz de verdad es aportar elementos subjetivos –dado que el sujeto en cuestión, el que realiza la pregunta, sería el único capaz de dar cuenta de su subjetividad-, en la presente publicación se encontrarán algunas ideas personales. Esto, sin embargo, creo que podría ejercer una influencia positiva en el lector, pues, ya sea en literatura o en poesía, artes plásticas o escénicas o música, podemos encontrar desarrollos de un sujeto –el autor- pero que, ya sea por el estilo o por lo significativo de los temas –todos sufrimos de las mismas pasiones pero en nuestra subjetividad-, pueden encontrar en nosotros mismos algún eco que los llene de vida.

Como anexo de la introducción, añadiré que, si bien la pregunta ya acechaba, la verdad es que terminó por definirse con el sentido que trataré de mostrar aquí –que no es más que el mío-, con la lectura de un libro que tiene todo que ver con lo que aquí se pretende responder. Ese libro es el “Retrato de Dorian Gray”, de Oscar Wilde. Y ya mencionado el libro que vino a coagular o dar forma definitiva a la pregunta, creo que no merece mayor explicación, pues la misma idea de un retrato en el que se pueden observar los resquicios más profundos de nuestro espíritu basta ya para mostrar el camino o los caminos por los que se podría seguir de aquí en adelante.

Sin embargo, detengámonos en una palabrilla que a mí me hizo eco en el momento mismo de escribir esto que se lee. La palabrilla en cuestión es “mostrar”. Pues en este acto que parecería venir del “afuera”, como algo ajeno a nosotros mismos, es por una curiosa razón el mismo por el que nos podemos llegar a encontrar, brusca ruptura mediante, con un nosotros “exterior” del que, si bien podríamos ya haber detectado su presencia, es justamente ésta la que sólo parece mostrarse cuando algún cambio no sabido hasta entonces por nosotros se muestra de pronto. De aquí el valor metafórico del cuadro en la novela de Wilde: Dorian Gray y su retrato dan la idea de la necesidad de un reflejo –¿moral, conciencia, culpa?- sin el cual pareceríamos estar perdidos, desposeídos de nosotros mismos.
Ahora, son justamente las tres pérfidas palabras arriba mencionadas las que han venido a cuestionar un poco esto que estoy siendo y, sobre todo, lo que podría ser. Me parece que, por ejemplo, los momentos de reflexión son sólo posibles cuando algún elemento o factor es cuestionado, esto es, ponerlo en duda de alguna u otra forma. Por el contrario, lo que parece estar articulado de forma correcta –lo que sea que eso signifique- no puede ofrecernos una imagen, digamos, distorsionada de nosotros mismos. De esto, me parece que se desprende otro factor, y es el hecho de que moral, conciencia y culpa han de recibir, también, una significación subjetiva. Incluso, no creo haber emprendido una descripción exhaustiva al haberlas mencionado, ni lo pretendía, debido a lo ya dicho con anterioridad: parte de mi experiencia la utilizo como ejemplo y plataforma para la creación de un sentido en ésta publicación.
Entonces, nosotros como sujetos nos encontramos sumergidos en un campo imaginario que nos construye a fuerza de reflejos y distorsiones. Nuestra imagen reflejada es gran parte del conocimiento que tenemos de nosotros mismos, imagen consolidada. Pero cuando percibimos alguna distorsión –que se muestra tal cual, pero causa en nosotros un impacto- llega el momento de la duda, de la agresión, pues ese cambio en la imagen nuestra nos parece un atentado contra nuestro propio cuerpo, nuestra idea acerca de nosotros mismos. A este respecto, cómo olvidar los diversos pasajes en los que Gray, al ser cuestionado acerca de su comportamiento, al mostrársele los hechos de su crueldad, del “gusto por sus pecados”, reacciona de manera violenta, llegando incluso al asesinato de uno de sus mejores, pero exiliados amigos.
No creo que sea necesario mencionarlo, pero es necesario hacer énfasis, el drama entero de Gray se funda en el narcisismo que, desde los griegos, sabemos se relaciona con la imagen del rostro de un ser humano que, por una u otra razón, le lleva a la muerte. Pero dejando de lado éstas apreciaciones psicológicas -éste no es el lugar ni la intención-, prefiero mantenerme en lo literario. Aún así, éstas referencias sirven para verificar cómo es que la influencias negativas abundan en este tipo de motivos: en ambos encontramos una combinación de orgullo, obstinación y petulancia que parecería causar una suerte de repugnancia, manifiesta, por ejemplo, en el mal olor de la bella flor tanto como en la distorsión del retrato.
Ahora, que qué ha distorsionado mi imagen por momentos, no lo revelaré. Sin embargo, habrá que dejar algo abierto –la muerte es lo que en ambos relatos consolida objetos- para el lector: si bien la pregunta está hecha, “¿Cómo he llegado a ser esto que soy?”, resta otra no menos importante: “¿En dónde el retrato?”
Termino con esta frase para justificar la probable ambigüedad de lo hasta ahora escrito:
Se puede perdonar a un hombre el hacer alguna cosa útil, siempre que no la admire.
La única disculpa por hacer cosas inútiles, es el sentir por ellas una atracción intensa.

-Oscar Wilde, Prefacio a “El Retrato de Dorian Gray”-