lunes, octubre 09, 2006

El discurso de la fe

Al igual que mi compañero, publico este ensayo que fue escrito hace unos meses, aprovechando las primorosas palabras con que algunos funcionarios llaman a la unión y a respetar a las instituciones y demás palabras engañosas que simplemente parecen decir lo que debemos de ver. En este caso, resulta curioso como se puede comparar el discurso de la fe, el discurso religioso, con una especie de recorrido que de ha de terminar en donde empezó: la palabra.

Sólo para situar el texto explicito que es el anexo a otro ensayo que versaba sobre el papel de la fantasía en la conformación de la realidad, basado en algunos capítulos del libro de J. Ortega y Gassete "En Torno a Galileo". Me permito agregar al respecto una frase utilizada para este ensayo: “Pues bien, ese programa de vida que cada cual es, es, claro está, obra de su imaginación. Si el hombre no tuviese el mecanismo psicológico del imaginar, el hombre no sería hombre".

Hoy como entonces los espíritus necesitan una verdad sencilla, una respuesta que los libre de sus interrogantes, un evangelio, una tumba.

-Emile Michel Cioran-

Tal vez la cuestión de la fe se vea reducida al uso de un nivel estricto del lenguaje, al manejo de un discurso incapaz de ser hablado desde otros niveles y cuya intelección parece depender de la epifanía, del inteligir divino.

En realidad, este discurso parece extenderse en dos ámbitos, que son la justificación a través de la doctrina y la justificación divina o mística de los argumentos. Es fácil hablar desde la doctrina si no existe quién cuestione, quién demande una justificación, como por ejemplo la misa, la lectura de los textos “divinos” o momento de oración solitaria... e incluso conversaciones entre pares: ese silencio cómodo en donde sólo se llega a escuchar lo que uno ya sabe - perpetuación de la ignorancia, momento de conocimiento estático y por lo mismo dudoso-, silencio no por la falta de voz ni de pensamientos, sino por la constante repetición de lo conocido, situación que caracteriza a todo evento de invocación.

Por otra parte, es curioso cómo es que toda invocación hace referencia a la palabra, a las palabras, ese espacio hueco en donde pretendemos encontrar como oráculos ignorantes de nuestro saber el sentido que necesitemos. Cuestión que abordaré después.

Volviendo a los niveles de argumentación que se instauran desde la fe, resulta que, por ejemplo, la doctrina no se cuestiona durante los actos de fe, ya sean misas, sermones o peroratas de los creyentes. Pero en el momento en que es cuestionada y los argumentos doctrinales se ven imposibilitados de otorgar una respuesta o librarse de cierto argumento que les corroe desde su médula, recurren a la salvación, esa que los ha salvado –o eso han querido creer- durante milenios, argumentando que son instancias ininteligibles, misterios, de las que sólo la divinidad guarda la respuesta. Gran escape, gran desconocimiento, gran necesidad de ser salvados por instancias supraterrenales: ¡Que TEO me guíe en la incertidumbre por medio de esa otra incertidumbre que es él y que sacie la mía, destinada a permanecer!

Es decir, es imposible penetrar tanto la palabra doctrinal como la palabra divina, sobretodo ésta que por cierto parece caracterizarse por una palabra no dicha o más bien no revelada, que parece aguardar su epifanía, epifanía recibida –creada- por algún adepto lo bastante astuto para darle realidad, la realidad de las palabras... divinas. Parece ser que ésta es la razón que mantiene la fe como una instancia intocable: toda palabra hace referencia a sí misma, incapaz de argumentar otro sentido que eso que dice de diferentes maneras: todo argumento es susceptible de ser relacionado con el mismo discurso. Y cuando este discurso es obligado a efectuar una reflexión –no disertación que involucre lo mismo- acerca de sí mismo, que le obligue a llegar a un punto en el que se denuncie como falto de verdad o incluso como dudoso, llega la palabra, el discurso impuesto sobre el que fundan tanto su supuesta razón –creencia- así como la imposibilidad de razonar acerca de ésta, con esa misma creencia que les mantiene: palabra del señor.

El discurso de fe es entonces intrasgredible, pues se encuentra amparado por esa palabra no dicha que por lo mismo la hace ininteligible, cuestión divina. La creencia, ese acto de ciego fervor o de etérea seguridad, tal vez debería de ser tomado, por ejemplo, como pertinente al hecho de la fantasía que, como la verdad, es un hecho de la palabra.

La palabra, como ya he mencionado en otros ensayos, es según Lacan una instancia de desconocimiento o si se prefiere de conocimiento parcial: la palabra nos aleja de la realidad, la segmenta, para entonces poder manejarla. Otra situación que manifiesta Lacan es que la palabra es la condición de la verdad, es la dimensión en donde ésta se desenvuelve, ya que es por medio de ésta como podemos dar certeza de la existencia de la realidad. Desde otro punto de vista, Wittgenstein proclama que la realidad, confundida con la verdad que sin embargo se busca en aquella, se encuentra delimitada por el lenguaje, por las palabras. Ahora, situando a la palabra o discurso de fe como una dimensión de la verdad, se puede ver que lleva hasta el límite éstas dos visiones de la realidad para consolidarse como lo que pretende: es que si bien deja claro que las palabras bajo las que se rige son parte del deber –como tributo- y del ser –como consecuencia- humano, menos que humano, criatura del señor, también deja claro que su origen se encuentra más allá del límite de nuestros conceptos humanos para provenir de un “tesoro del saber”, un saber que se manifiesta –tal es la cualidad del señor para otorgarnos la certeza de su existencia- en un silencio que por no ser más que palabra muda para todos los no creyentes, pretende extenderse como el dominio en que la verdad, la suya, se realiza. También esto en las plegarias, ¿o no es cierto que la comunicación con TEO implica de forma indirecta su existencia? Pero haciendo una pausa, se puede ver que la oración en tanto palabra es la que determina la existencia, la verdad, la certeza de que se nos escucha. Toda palabra tiene como propósito único el ser escuchada, e incluso el tener que serlo. Un discurso lleno de desesperación, de incertidumbre, que parece no ser atendido por los mortales merece tener al menos un escucha, debería de tenerlo para así dar existencia a ese que lo profiere. La necesidad de ser escuchado implica también la condición de la propia existencia: si no hablas dios no te escucha.

Ese destinatario del mensaje, de la plegaria resulta convertirse por el manejo de una dialéctica muy extraña en la condición de la existencia: a él le confiaré todos mis secretos , “buenos y malos”; a él le pediré lo que no me han concedido: ¿o es que en oración no se pide por algo que falte, o incluso se da gracias por algo de lo que se fue despojado? Todo tipo de argumentación acerca de éstos dos supuestos tipos puede ser tergiversada, y sin embargo persiste la certeza del escucha, que por sólo el mismo hecho de escuchar y dadas sus omnipotentes condiciones podría llegar a cumplir esa expectativa de respuesta que de forma tan corriente se espera de aquél a quien se le pide, por ejemplo, papel de baño. La diferencia es que de aquél omnipotente –y he aquí otra trampa- se espera cualquier tipo de respuesta, pues es él el que puede y el que sabe: la verdad total, certeza total, esa de la que carezco, me será revelada de cualquier forma, pues si es verdad desde antes de cuestionar, cualquier tipo de respuesta resulta ser la verdad que habrá que ser tomada como tal: imposibilidad de tomarla de otro modo, a eso es a lo que arrastra este silogismo.


Pensar es dejar de venerar, es rebelarse contra el misterio y proclamar su quiebra.
-Emile Michel Cioran-


Para concluir de forma inconclusa –a eso obligan las palabras-, entonces, si bien la fantasía resulta ser una parte fundamental de y para la existencia humana que es condición de palabra y por lo tanto se encuentra dentro de la dimensión de la verdad, también es necesario evaluarla, si bien no sólo en relación con la realidad, sí en relación con la realidad que fabrica y que pone en juego. En fin, la fantasía parece generar ese tipo de certidumbre que llena el vacío que nosotros pretendemos llenar.