martes, julio 27, 2010

La ventana

Para que el blog no se sienta tan solito, dejo un cuento que escribí hace tiempo. Es uno de una serie de varios escritos surgidos de un peculiar ejercicio: observar algunas fotografías y escribir alguna historia posible acerca de ellas. En este caso la víctima fue una fotografía de Tina Modotti.


La ventana

Antes me paseaba por las calles vestida muy mona, ahora ya no me importa. Da lo mismo, las personas me ven como una cosa rara de cualquier forma.

Me llamo Leonor, nací en la capital, donde he radicado toda mi vida; un lugar lleno de personas, con un crecimiento sin precedentes (crecimiento horizontal y hasta vertical porque por ahí me llegó el chisme de que se quiere construir el primer rascacielos de la ciudad, ¡tendrá 12 pisos!).

No quisiera vivir en otro lugar, por no correr el riesgo de ser notada, prefiero pasar lo más desapercibida posible, y aunque ser una hormiga entre tantas no me es suficiente, creo que algo es algo.

No sé si me doy a entender, pero tengo un problema, soy considerada por las personas como un error de la naturaleza desde el día en que llegué al mundo. Tampoco sé cómo explicarles lo que me sucede y cómo lo sobrellevo. Bueno no es algo que me “suceda” sino que es un problema de percepción que tienen las personas, un problema de frivolidad que tienen los otros, es su miedo a aceptar y a amar algo un poco distinto.

El problema que la gente tiene conmigo es que mi frente es muy pequeña. Sí, mi frente, en la cara, ese espacio de piel entre las cejas y donde nace el cabello en la cabeza. Apenas mide 2 centímetros y medio. Dicen que cuando nací mi padre no me quiso ver por una semana. También dicen que mi madre en vez de darme el pecho me daba la espalda. Y es que no hay nada más atroz que no tener frente; podrán nacer niños tullidos y tontos, deformes y siameses, pero nada asusta tanto, bien lo sabemos, como el no tener frente… o tener 2.5 centímetros de ella.

(Supe que en tiempos de la inquisición se quemaba con vida en leña verde a quienes nacían con ese defecto).

Desde pequeña mi familia evitaba que saliera a la calle, por no perturbar las buenas consciencias, y cuando era imperativo que así lo hiciese, me ponían un sombrero cuya base me llegaba a las cejas. Me veía muy chistosa y la gente siempre hablaba de la curiosa niña del sombrerito con listoncitos y un moño. Siempre. Hasta que la constancia se volvió sospecha, “¿Por qué no se quita el sombrero ni en misa?, ¿Estará calva la niña?, ¿Por qué siempre usa sombrero?, ¿Tendrá deforme su cabecita?”... y la duda chismosa que era acierto: “¿Acaso… no tendrá frente?”

Fui creciendo, muy tímida, saliendo poco y siempre acompañada por el eterno compañero sobre mi cabeza, hasta que llegó un día soleado, en una de las escapadas vespertinas que solía concederme, a mis 17 años.

Mientras paseaba escoltada por mi melancolía, caminando por la Alameda, lo vi. Era bien parecido, alto, poco esbelto y siempre gallardo; el hijo mayor de los Cusbert: Miguel. Cruzamos la mirada y me sentí estremecida con la flecha de Cupido que atravesaba mi corazón. Él detuvo su andar y se me acercó lentamente. Quedé paralizada.

Se posó frente a mí, inclinándose un poco para ver mis ojos bajo el sombrero y se presentó:

-“Buenas tardes, ¿es usted la hija de los Aldama?, permítame presentarme, soy Miguel Cusbert

Le contesté sonrojada: -“Buenas tardes, soy Leonor Aldama, encantada de conocerlo”.

-“La he visto en misa”, me dijo, “pero usted nunca entra a la iglesia, siempre se queda en la puerta escuchando.”

Le sonreí y le dije que afuera me sentía más cómoda. Él no dijo más. También sonrió y se ofreció a acompañarme a mi casa.

Acto seguido, empezamos a caminar sin importarme lo que dijera la gente acerca una dama paseando sola con un hombre que acababa de conocer, ya bastante tenía con los chismes del porqué de mi sombrero. Platicamos poco sobre cómo estaba creciendo la ciudad y otras cosas que ya no recuerdo.

Con ello iniciamos una relación que mis padres aceptaron a regañadientes por mi terrible condición, pero creo que querían también un poco de felicidad para mí.

Pasada una semana de estarnos viendo me preguntó por qué siempre llevaba sombreros distintos y siempre casi tapándome los ojos. En esa ocasión simplemente le dije que así me gustaba llevarlos.

Llevábamos ya dos meses saliendo frecuentemente, los dos mejores de mi vida; vivía enamorada de Miguel y él de mí. Paseábamos por las plazas y parques, asistíamos a los conciertos en el Palacio de Bellas Artes, nos perdíamos en la ciudad a pesar de estar ya perdidos el uno en el otro. Yo sabía que él era el hombre con el que pasaría el resto de mis días, estar con él era mágico, una eterna primavera en la cual las mariposas revoloteaban en mi estómago. En muy poco tiempo lo habíamos decidido: nos íbamos a casar, él iba a pedir mi mano a mi padre. No me importaba nada más en la vida, estaba encantada.

Acordamos vernos antes de que fuera a mi casa a buscar a mi papá, y si algo fuese a salir mal en ese momento… todo iba a salir mal. Nos citamos en un parque por mi casa junto a la fuente. El llegó y como siempre que lo veo me estremecí. Platicamos un poco de cómo sería todo con la boda y cuando estuviéramos casados. Y entonces comenzó todo, en un tono de intriga, angustia y autoridad Miguel pidió que me quitara el sombrero.

- “Quiero ver tu cabeza que siempre ocultas, tu hermosa cabellera”, me dijo. Sentí en ese momento como si una llamarada me consumiera por dentro y mil pensamientos llegaron a mi mente. No podía mostrarle mi terrible secreto a nadie, pero por otro lado, él era el hombre con el que me iba a casar y tarde o temprano se tenía que enterar.

- “Eh, yo… no sé”, dije mientras las ideas me brotaban, -“Tengo un problema con mi cabeza…”, por fin revelé, -“… por eso nunca me quito el sombrero…”

-“Leonor, yo te amo por quien eres, aunque tengas la cabeza deforme o calva eso no cambiará, sólo quiero verte.” Y me sonrió con ternura.

Yo estando tan enamorada, aceptando que en algún momento se tendría que enterar, y además pensando que si me amaba realmente me aceptaría a pesar de ser un esperpento de la naturaleza, procedí a tomar el sombrero con mis manos, una en cada extremo, bajé mi mirada y tomé aire que fui soltando poco a poco mientras alzaba lentamente a mi eterno acompañante con listones y un moño.

Una vez sin el sombrero, los ojos aún bajos, de alguna manera esperaba que dijera algo que expresara repugnancia… o si todo salía bien lo voltearía ver y encontraría su amable sonrisa.


Silencio.


Comencé a alzar la mirada para ver su expresión y me detuve en su rostro. Mis manos soltaron el sombrero que sostenían, haciéndolo caer lentamente, mientras me atacaba la sensación de una mano estrangulando mi corazón.

Miguel estaba pálido con la boca abierta, uno de sus párpados temblaba, sus manos también. Dio un paso hacia atrás como si algo lo hubiera empujado ligeramente. No decía nada.

Los ojos se le inyectaron, me dio la espalda y dijo:

-“Pero Leonor… ¿por qué no me habías dicho?”, guardo silencio y añadió –“¿Sabes lo que esto represen…” y se echó a correr tapándose la boca en señal de asco, como si fuese a vomitar. Ese día lo que había dentro de mí murió. El aire me faltaba, sentía una angustia que me corroía el pecho; mi vida extinguiéndose poco a poco con la certeza de que no iba volver. Confirmaba en ese momento el veredicto de mi eterna soledad.

Jamás volví a usar el sombrero.

Ni lo volví a ver. Dicen que se fue a vivir a Querétaro a la hacienda de su familia. No me importa ya.

Ahora sólo observo al mundo desde mi ventana, rumiando eternamente en la melancolía…